- Oye, me han hablao de un chaval de no sé donde que toca el piano que te mueres. ¡y de oído!

- Vale, pues mira a ver si contactas con él y le dices que se pase por aquí, que tenemos buen piano.

Así me sucedió hace unos años (por entonces creo recordar que no pasaba de los 17) con José Luis Kaele, al que conocí una mañana embutido en sus pantalones pitillo y esa eterna sonrisa picarona que le caracteriza. De Medina de Rioseco, y casi aún barbilampiño. Nos dimos la mano y le invité a sentarse al piano, al que ya le había dirigido una inequívoca mirada de deseo. Así lo hizo, y sin mayores miramientos ni demoras se arrancó con un Giant Steps que nos dejó a todos mudos: he aquí un talento de esos que surgen de ciento en viento donde y cuando menos te lo esperas.

Carcomido por la curiosidad, le pregunté a sus padres, y a él, de dónde le venía esa no disimulada pasión por el jazz: ¿algún precedente familiar? ¿estudios musicales en un centro específico? Sin embargo, además del hecho incuestionable de que el mozo poseía un oído privilegiado capaz de descifrar sin aparente esfuerzo los entresijos musicales más complejos, no parecía haber otra explicación al fenómeno que no fuera “un programa que hacía un señor por las noches y me encantaba”.

Lo adivinaste: Juan Claudio Cifuentes. Atrapado en las redes del pasional discurso cifulista, José Luis descubrió que había algo en aquella música que le fascinaba y atraía, estimulando su imaginación. De ahí a comenzar a trasladar su impulso a un teclado, bastó un periquete. Y en no mucho tiempo, ya era capaz de prodigios que a muchos les llevaría años siquiera vislumbrar.

Podéis creerlo: en el jazz estos milagros existen. Que un casi quinceañero, que en buena lógica debería estar prendado del reguetón, el trap, u otros inventos maléficos similares dominantes en estos ominosos tiempos musicales que nos ha tocado vivir, prefiera dedicar su tiempo y su vida a Art Tatum, Chick Corea, Herbie Hancock o McCoy Tyner, no puede ser considerado de otra manera: un suceso milagroso.

Pero es que además de poseer un don innato para la música, Kaele tiene otro talento que a menudo se echa de menos en el jazz de hoy día: su capacidad para transmitir en el escenario emociones simples y poderosas. Toca con una intensidad que casi no da descanso y convierte al público en algo más que en simples espectadores: en testigos de un improvisado ceremonial de música, a los que dirige con frecuencia una mirada y una sonrisa feliz de complicidad. Y arriba nos vamos, con él.

José Luis Kaele va poco a poco abriéndose camino en el siempre pequeño y algo hermético mundillo del jazz, al que a menudo le cuesta dar crédito a algo que no esté justo delante de sus ojos, especialmente si se sale tanto del camino trillado habitual (formación musical superior, completada a menudo en USA o Europa, etc.). Se ha revelado también como un interesante compositor, y cada día son más los líderes de nuestro jazz (Antonio Serrano, Javier Colina) que ya han comprobado su talento y le llaman a su lado, atraídos también por su versatilidad, que, partiendo de un amor inquebrantable por el jazz clásico, le lleva a territorios más modernos sin perder un ápice de personalidad. Sin miedo ni inhibiciones.

Y si todo transcurre como él y los demás deseamos, a Kaele le aguarda aún un futuro lleno de grandes momentos. Que así sea, y nosotros que lo veamos.

Mario Benso

Dial Jazz

El Callejón del Jazz

Asociación Cifujazz